12.4.17

REFUGIO DE UNA COREOGRAFÍA SENTIMENTAL



Un paseo de altos vuelos...
Extensos bancos de niebla cubren el cielo armoniosamente. 
Sobrevolamos una especie de telar que ni el más hábil de los artesanos se antoja a trabajar. Una piel escamosa que se dilata y se contrae por momentos revelando una profunda respiración que con el ocaso del día tiñe de luz el firmamento. 

Inquietos, buscando revelar la verdadera identidad del reflejo de nuestra retina nos precipitamos hacia el vacío. Descendemos, ya vemos con mayor claridad. Podemos acariciar la coronilla de la gran ciudad, una vasta superficie llena de cicatrices y heridas que cambian de color e intensidad de manera intermitente. 

Ciudades, espesos bosques de casas, guardan bajo llave nuestras más íntimas historias. Sus Casas, libros de antes y de ahora, recogen a modo de recetario largas vivencias, infinidad de anécdotas que se van traspapelando hasta ser vilmente sacudidas por la memoria.

La casa es el abrigo. En ella estamos protegidos de la ciudad y del mundo entero. La casa es el yo de cada uno, es yo y es nosotros, según queramos.” (1) Con estas palabras Siza reflexiona acerca de las casas y su estrecho vínculo con las personas. El hogar entendido como el lugar antropológico por excelencia.

Aproximándonos a escasos centímetros del umbral de su entrada podemos tomar una decisión: permanecer en el mundo o huir del mismo. Podemos cerrar la puerta, o no abrirla, o abrirla de par en par. Actitudes filosóficas, o en su defecto, indicios de una esquizofrenia prometedora. 

Sí, dentro de nuestro hogar nos sentimos seguros y cómodos, protegidos del espacio exterior, pero a la vez conectados, no se trata de ninguna cárcel, aquí el alma campa a sus anchas.

Dentro podemos respirar, podemos dejar pasar el aire a través de sus ventanas.

Adoro asomarme por la ventana. 
Ver a la gente pasear, distinguir a los coches desenvolverse por el duro asfalto, escuchar el murmullo de la ciudad, aderezar la fragancia del hogar con un sinnúmero de olores foráneos, contemplar al jardinero cortar el césped, advertir como el cartero aparca su moto frente a tu portal e incluso descubrir al vecino rascándose sus partes más pudientesQuizás abrir una ventana suponga una preparación mental previa...

La apertura de una ventana supone traspasar -a través de los sentidos- el umbral que traza el hogar e impregnar el mismo con el carácter que el exterior constantemente reivindica.
Es ponerse en sintonía con el mundo que nos rodea, ejercer de pieza intermedia entre espacio exterior e interior, asumir una postura diplomática, conciliadora entre las partes involucradas. 


Me resulta inevitable aludir a la importancia de la escalera como eje de toda actividad que se precie dentro de una casa. La escalera entendida como un continente a medio camino de un desembarco. 
Ésta, a pesar del carácter de espacio de transición que tiene -y por el que podríamos entender como lugar de paso-, no es para subir y bajar: es para vivir. Además de funcionar como senda que conduce a los múltiples destinos que aguarda toda casa, tiene cabida como espacio de acción y descanso, donde se le da una especial bienvenida a nuestro pensamiento.

Innumerables son los recuerdos que me evocan sus escalones.

Durante mi infancia, no fueron pocas las veces que llegué a casa sin llaves. Muchas veces, tras el silencio como respuesta al golpeteo de mis nudillos sobre la puerta de entrada, el ritual siempre era el mismo. Yo, presa de mi soledad,  aposentaba mis menudas nalgas sobre los fríos escalones de mármol de la escalera, y tras largo rato de espera por fin asomaba alguien por el ascensor, era mamá. Mi rictus ya era otro, dejaba de lado ese miedo a quedarme solo (o en su defecto huérfano ) y renovaba mi cara con una sonrisa mitad taciturna, mitad "hijoputesca" (no nos vamos a engañar...) 
La verdad, no sé que prefería por aquel entonces, si las largas esperas previas a entrar a la consulta del médico o esos momentos que se convertían en una eternidad dentro de la escalera.

Sí, la escalera.

Toda ella escamada por infinitos escalones. Serpenteante. Profunda y sujeta en infinidad de ocasiones a los matices de las agujas del reloj.
Unas veces en silencio, otras veces convertida en todo un concierto. En ella los instrumentos surgen espontáneamente y la partitura se crea al compás del silencio y de quienes se atreven a corromperlo.
Tal vez sea esta la particularidad por la que me resulte muy cercana la aproximación de la escalera a la archiconocida obra musical 4' 33'' de John Cage, un silencio interpretado por lo que pueda suceder durante una determinada franja de tiempo. 
Pasos, manos deslizándose sobre sus barandillas, silbidos, voces... articulan su espacio. Adagios, prestos, allegros... Los instrumentos disfrazan su apariencia. La escalera está en continua transformación. Es un espacio de desconcierto.

Un desconcierto de sentimientos, de almas que vagan camino a su hogar. Ella siente, no escucha. Lee nuestras pisadas, es pisada; y sin embargo, sin resquemor alguno, conserva nuestra neblinosa estancia en su regazo. 

Antaño recuerdo el calor envolviendo sus entrañas, sus infinitos escalones, sus nobles pasamanos. 
Era una calurosa tarde de verano. Mi abuela postrada sobre la cama de su marchita habitación acuciaba el desgaste de la edad. El rumor de su respiración se iba haciendo cada vez más y más profundo. Ella se me estaba apagando; sus ojos ya estaban cerrados, y sin embargo, yo sólo buscaba ese bonito cielo azul en su mirada. Ese día lo perdí, no lo encontré. Sellé nuestro amor con un beso y salí corriendo de aquel valle oscuro que se precipitaba sobre su cielo, mi cielo, nuestro cielo.

Aquel beso se convirtió en un soplo de amargura al cruzar la puerta de casa. Sé que ambos dos abandonamos juntos aquella habitación; ella de vuelta a su cielo, yo de partida hacia mi desvelo.

Abandoné el lugar de un ataque de ira e impotencia. Y fue a medio camino de precipitarme por las escaleras cuando me di cuenta de que sería nuestro último adiós, nuestra canción de despedida.

¡Cuánto dolor para una sola escalera! 

Instantes que se miden en lágrimas. Pasos que continúan repiqueteando. Sentimientos que no dan tregua salvo cuando llega el ocaso de mi cielo gris.


Recuerdos, y más recuerdos.

No sé sí serán sus peldaños, sus barandillas, su profundidad, su carácter transitorio... No lo sé. Pienso en la escalera como el reloj que marca las horas del día fuera del estatismo que inunda las estancias del resto del hogar donde la luz permanece sedada.


La escalera resulta una fuente inagotable de recuerdos. Su carácter dibuja un lugar que retiene los ecos del pasado y estos se confunden con los del presente. Un minúsculo "banco" de la memoria. Un rincón repleto de momentos infestos de sentimientos totalmente dispares. Conversaciones, vivencias... Tristezas, alegrías... 

La escalera: refugio de una coreografía sentimental.





IMAGEN


1     La sombra del World Trade Center sobre el Bajo Manhattan, 1988. Fotografía: Corbis.
2    Unnamed. De la serie "El instante decisivo"(1908/2004) Henri Cartier-Bresson.

NOTAS

(1)     SIZA, A. (2014). Textos. Edición de Carlos Campos Morais. Madrid: Abada Editores, S.l.



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