16.2.17

EL CEMENTERIO DE LOS QUE AÚN RESPIRAN






Si realmente somos conscientes de cómo es nuestro momento en el tiempo, si corremos ese fino velo de temores y comenzamos a ser testigos de lo que nos envuelve, entonces podremos "palpar" cuales son los efectos de la masificación del todo hoy en día, de la globalización que nos ahoga. 

Consecuencias como nuestro paso acelerado cristalizan en lo cotidiano y cubren nuestro ser con un manto de aislamiento tal, que se genera una comunicación tan extraña que a menudo no pone en contacto al individuo más que con otra imagen de sí mismo.

Este vertiginoso ritmo del que se  hace eco nuestra ciudad nos afecta a todos por igual y convierte a la comunidad relacional en un grupo heterogéneo en el que la evasión individual crea una atmósfera impersonal. Es esto último lo que me hace poner en tela de juicio el concepto de espacio ciudad como lugar.


Las personas son las que se adueñan del espacio y transfieren al mismo sus idiosincrasias. Es decir, depende de las personas el que un lugar sea espacio de convergencia de pensamiento particular o que sea un espacio del anonimato.(1) Las personas construimos e impregnamos con nuestro ser todo lo que nos rodea.

Duele percibir como la ciudad de la sobremodernidad entona una balada triste y desangelada, donde el murmullo de nuestro caminar (nosotros entes abstractos) cada vez suena con mayor intensidad. En la ciudad lo apresurado es la demanda del día a día. Funcionamos bajo presión y las vicisitudes del trabajo, buenas o malas, las arrastra hasta que el día se apaga. Pisamos la calle y en esta domina una polifonía: infinito entrecruzamiento de destinos, actos y pensamientos.

Es por ello que no encontramos nuestro espacio, no somos conscientes de lo que nos rodea, las diferencias o características individuales son enterradas. Los encuentros casuales, furtivos e inesperados declaman la ciudad como un no lugar.

Todo este camino hacia el que la humanidad es dirigida como manso rebaño me hace plantear una serie de preguntas: ¿realmente somos libres? ¿Cuándo mueres, tu ser alcanza esa plena libertad de la que en vida no gozaba? ¿Cuál es la razón de nuestra existencia?

Es admirable atisbar una respuesta sencilla en el bucólico pensamiento de Don Mariano José de Larra. En el pasado, él, acomodado en el sepulcro de su meditación, en su sillón, observa las calles de Madrid en el día de los Santos difuntos de 1836. Su atenta mirada advierte el cómo las gentes caminan por las calles en larga procesión gritando hacia sus adentros: ¡Al cementerio, al cementerio!

Éste, instigado por tal secuencia de imágenes nos presta un pensamiento equiparable al que sufrimos en nuestro día a día: “¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro de la ciudad? El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una esperanza o de un deseo.”(2)

Desde tiempos remotos se ha hecho una eterna comparación del cementerio como la ciudad de los muertos, se han desarrollado toda una serie de textos que relacionan lo terrenal con lo espiritual.    
Antonio Gala se nos muestra como uno de los escritores que más ha enaltecido los cementerios. Él lo dice, lo repite sin cesar: “me gustan los cementerios. De una ciudad, antes que nada, visito los mercados y los cementerios. Son su haz y su envés: cómo viven sus vivos, cómo viven sus muertos.”(3)

Recuerdo un viaje que hice a Liverpool años atrás. Y más concretamente mi memoria conserva como un tesoro la visita al antiguo cementerio de St. James, lo que hoy en día es St. James Garden. Un espacio acurrucado bajo las faldas de la catedral Metropolitana de la ciudad.
Este lugar tiene de especial que antes de ser un parque fue el cementerio más importante de la ciudad. St. James Garden se percibe como una cicatriz del pasado que conmueve la mirada con jardines donde antiquísimas lápidas, cruces, estatuas y árboles centenarios integran un paisaje fuera de lo normal. Hablo de un paisaje colmado de historia por el que la gente pasea, se sienta en los bancos, toma el sol tumbada sobre el césped y pisa el espacio de los ausentes. Es un lugar donde vivos y muertos conviven, en el que la identidad de los vivos y el recuerdo de los difuntos inundan el lugar de historia.

En los campos santos la pátina del tiempo reclama nuestra atención y es el pasado quien invade el presente, somos conscientes de nuestro tiempo y del que vivieron los que ya no están. 

El cementerio supone un lugar de retiro transitorio para el vivo, de visita a los ausentes cuya eternidad se encuentra adscrita al lugar que lo identifica como historia. 

Visitar un cementerio es entablar una conversación entre el ayer y el hoy. Es aprender del pasado y alzar una mirada serena hacia el futuro. 





IMAGEN

1  Fotografía. Shibuya Station, TokioMichael McDonough (cc) 
2  Fotografía. Cementerio de St. James. Liverpool.

NOTAS

(1)    AUGÉ, M. (1992). Los no lugares. Espacios del Anonimato. Una antropología de la sobremodernidad. Barcelona: Editorial Gedisa, S.A.
(2)   DE LARRA, M.J. (2000). El día de los difuntos de 1836. Fígaro en el cementerio. Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
(3)   GALA, A. (2013, 3 de Abril). Especial Antonio Gala: “No os molestéis, conozco la salida”. Entrevista por J. Quintero. Méniz, C. El loco de la colina [Transmisión televisiva]. Sevilla: Canal Sur.


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